DEL PROPÓSITO DE LA TERAPIA
“Andábamos sin buscarnos, pero
sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
(Julio Cortázar
(Rayuela)
Ando preguntándome mucho estos días; al mismo
tiempo, ando respondiéndome también, y de una manera muy diferente a tantas
otras veces en las que las preguntas se me escurrían entre los dedos, y la
prisa, y el teclado del móvil, y el reloj, que no perdona.
Las preguntas en este tiempo cobran un sentido muy
distinto. Vivimos en el estado del bienestar en el que casi todo lo que nos
preguntamos tiene una respuesta. Y si no la tiene, alguien se la inventa. Casi
todo tiene un propósito, y este propósito, a menudo, nos viene dado. No cabe en
esta fórmula la quietud, la espera, soportar la incertidumbre, otorgar lugar a
la duda. Y es que vivimos en una sociedad en la que todo viene manufacturado,
programado, con instrucciones en papel, o en su defecto, prospectos en
internet, foros, artículos científicos que aseveran y artículos de divulgación
sobre la ciencia, que convencen y crean tendencias. Y en toda esta marabunta de
productos acabados, vamos perdiendo de a poco, o de a mucho (según como se
mire) nuestra capacidad de sostener la incertidumbre, la capacidad de imaginar,
de explorar desde lo pequeño hasta lo inmenso, el silencio, la escucha…es esta
cultura de la inmediatez de la que algunos hablan, y que en estos días cobra un
protagonismo inevitable. No puedo más que sorprenderme del intento que percibo
en las masas, primero desde una fase maníaca y habrá que ver lo que viene
después, de querer creer que no pasa nada. Me llegan algunas palabras que se
hacen su hueco entre tanto meme, y tanta risa (que por supuesto un poco siempre
es bienvenida) que hablan de asumir la tristeza y la rabia, de transitarla, de
dejarla entrar. Y este discurso yo ya lo compré hace tiempo, así como el del
arte como vía para canalizar todo este asunto de semejante envergadura. Pero me
sigue faltando algo en la ecuación, y me di cuenta hoy de que me falta porque
no estaba mirando en el lugar adecuado.
Y ayer lo vi claro. Ayer, después de dejar salir la
rabia y la tristeza, conscientemente, en un ejercicio de dirigir mi atención a
este poner afuera lo que había dentro, me pregunté, ¿y ahora qué? Porque todo
indicaba que tocaba “volver al lío”. Ya te has vaciado y ahora…a llenarse otra
vez de tareas, de mensajes, de planificación…, algo empezó a descuadrar en mi
cabeza, que tantas veces intentaron moldear cúbicamente. Pero afortunadamente
vino una curva, un trazo, un desvío en el camino que me devolvió una respuesta
diferente: descubrí un caracol entre las malas hierbas que andaba arrancando, y
luego otro, y otro más, y de una manera casi hipnótica, me detuve a mirarlos.
Simplemente a mirarlos. Y al poco (o al mucho) se unió en esta aventura mi
hija, que tiene 4 años y muchas menos estructuras programadas que yo. Y allí
nos detuvimos juntas, a ratos en silencio, a ratos con preguntas, mirando el
caracol que surcaba una piedrita (para él inmensa), otro que trataba de subir
al escalón, otros cuantos como abrazándose o protegiéndose, y así…muchos más. Y
entonces vino una de estas respuestas tan distintas de las que hablaba
anteriormente, y vino, porque mi pregunta no estaba programada, no necesitaba
ser respondida, no busqué la respuesta que me confirmara o me calmara,
simplemente estuve allí, disponible, entregada, a la escucha del caracol, de mi
hija, y de la piedra. No tenía ningún otro propósito más que estar allí, en
todo el esplendor de ese gerundio, en lo infinito del tiempo cuando se le sabe
así, inacabable, como el tiempo de los niños. No había ese inmenso río
divisorio que separa a los adultos de los niños. Ambas estábamos allí, ella en su
niñez y yo en mi adultez, pero compartíamos un espacio único, sagrado, un
espacio que como en los textos te Cortázar tenía su propia identidad, y estaba
a nuestro servicio, a nuestra curiosidad, nuestra paciencia, nuestra capacidad
de interiorizar.
Y la respuesta que obtuve tiene que ver con mi
profesión, que es vocación y pasión al mismo tiempo. Esto es lo que hacemos los
psicoterapeutas; esto que nadie hace. El paciente llega, con su miseria y su
prisa, con su necesidad de respuestas, de ser confirmado o amado, legitimado y
contenido, bendecido o diagnosticado. Sin embargo, uno de nuestros mayores
retos, es empezar por estar. Liberarnos de preguntas y de juicios, de manuales y
de etiquetas, de relojes y de abismos. Y en la terapia permitimos la incertidumbre,
sostenemos las preguntas para la que aún no hay respuestas, construimos a
tiempo de caracol (tan necesario) el surco para transitar cada uno su piedrita.
No hay palabra que no sirva, o mueca que no encuentre su lugar en el tiempo de
la terapia. Y no sé si se alcanza a entender que es extremadamente difícil sentarse
delante del otro y empezar por asumir que “aún no sé nada” y que lo que sepamos
ahí dentro, (el espacio terapéutico), lo vamos a construir, a aprender
conjuntamente, terapeuta y paciente, caracol y piedrita, niña y adulta. Y el
reloj se convierte en cangrejo, y nos convertimos en un regazo enorme en el
que puedan dormitar no solo la rabia o la tristeza, también la duda, la
incertidumbre, la conciencia de ser, el miedo de no ser. Y este regazo se
mantiene en el tiempo, porque paciente y terapeuta asumen y entienden la
importancia. Y el terapeuta, con vientre de madre y brazos de padre, con
ilusiones de compañero y espejismos de futuro, y con todo su ser y su saber
acuna y sostiene el dolor, la incertidumbre, la miseria y el pan de cada día.
Cristina Parra Vañó (Psicóloga)
Tu reflexión es tierna, profunda, sencilla, desnuda al ser humano que llevamos dentro, llena de calma y fotografía con la inocencia y sinceridad de un niño lo que esperamos de vosotros, los psicólogos, los que escucháis con el alma para conectar con nuestro sufrimiento. Gracias Cristina.
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